Ódiame mañana

Nunca estuvimos tan desnudos como esta noche. Tú en un borde de la cama y yo en el otro, dándonos la espalda, disparando nuestras miradas en direcciones opuestas, sintiendo por primera vez que el colchón nos queda inmenso y que las paredes de este lujoso cuarto de hotel se nos vienen encima. Nos hemos quedado sin palabras, sin preguntas ni reproches o disculpas. Ni siquiera me puedo atrever a increparte con un gesto de desprecio, hasta de eso me has despojado. Esta noche terminé por desbaratarme y por perder la fuerza y las ganas que se fueron desperdigaron entre los escombros de la mujer que algún día fui. Esta noche sólo quiero odiarte.

Cuando te conocí

¿Te acuerdas de aquella tarde de marzo? Yo tenía diecisiete años y tú diecinueve. Patricia y yo caminábamos por la alameda, distraídas en una charla eterna, cuando un balón de fútbol rodó hasta mis pies. Tras de él llegaste tú: vigoroso y ágil, con los cabellos castaños ondulados y bien enredados entre gotas de sudor. Me examinaste sin vergüenza con esos ojos acanelados repletos de pestañas acaracoladas que me hicieron ruborizar y esconder la mirada. No hay duda alguna, tu entrada en mi vida fue magistral, pero cuando sonreíste, cuando hablaste, cuando me regalaste ese guiño insolente y preguntaste mi nombre, me enamoré. Ahí en ese instante, cuando te conocí, supe que habría de amarte siempre.

El tiempo se detuvo y nos contemplamos regalándonos muecas de sensaciones diversas. Tú balanceabas tu pie sobre el balón mientras yo te respondía palabras tejidas con las manos. Aquel partido improvisado de fútbol se suspendió. ¿Lo recuerdas? Tus amigos se acercaron, cansados de llamarte a la distancia, y entonces nos acoplamos, formando un grupo que por muchos años pareció inseparable. Decidimos ir a ese localito que a ti tanto te gustaba y dejamos transcurrir las horas entre malteadas y bocadillos. No dejamos de atisbarnos ni un minuto hasta que Patricia señaló el reloj. Era tarde, ¡demasiado! El día se había acabado y mi madre me esperaba con la luz encendida y un castigo que duró quince días. Pero ninguna reprimenda importó, nada hubiese podido borrarme esa sonrisa, la que provocaste tú con tu existencia.

Llamaste al otro día, como lo prometiste, y así lo hiciste todos los demás días hasta que la sanción terminó. Pasamos horas fundidos al teléfono, memorizando nuestras voces, detallando los pormenores de nuestras vidas fugaces y compartiendo las penas ligeras y esos anhelos que eran más bien nuestros más íntimos secretos.

Cuando volvimos a vernos el mundo entero desapareció. ¿Has rebuscado alguna vez ese momento en tu memoria? Yo he tenido que volver ahí millones de veces para cerciorarme de que esta vida compartida no había sido sólo un sueño mío. Recuerdo que tuvimos que inhalar con fuerza para contener aquel torrente de sensaciones avasalladoras; tus ojos y los míos se encontraron y el mundo entero se desvaneció. Permanecimos inmóviles, como un par de bobos encapsulados en un universo paralelo que no sabían qué decir. Conforme caminábamos sin rumbo fijo, nuestros pasos nos fueron acercando hasta que sentí el roce torpe de tus dedos en la palma de mi mano. Nunca pensé que sería capaz de escucharme el corazón latir, pero ese día palpitaba lanzando explosiones internas que me hacían transpirar. Finalmente entrelazaste tu mano con la mía y así pasamos el resto de la primavera y del verano, enredando los dedos, hablando con los ojos y acariciándonos la piel.

¿Recuerdas la cafetería La Luna? Allí nuestros labios se encontraron por primera vez. ¡Con qué fuerza se me contrajo el abdomen y se me avivaron los sentidos! Jamás había sentido algo así. En aquel entonces, ¡qué iba yo a saber de endorfinas! Para mí no había ciencia capaz de explicar todo lo que sentía; me dejé llevar, me rendí ante ese beso eterno y te entregué mi vida mientras se me erizaron todos los vellos de la piel. Así supe que mi virginidad sería tuya unos meses después, cuando el invierno terminaba. Nos descubrimos bajo las sábanas, nos tocamos en zonas hasta entonces prohibidas e hicimos el amor. Nos desciframos a escondidas, a veces en tu casa, otras tantas en la mía y repetimos una y otra vez el vaivén que nos producía placer. Encajábamos espléndidamente, enrollados entre muslos y bíceps, entre tu pecho y mis senos, con tus manos en mi cintura y las mías en tus caderas. Tú y yo fuimos una belleza compuesta de juventud y vehemencia.

Nadie osó detener nuestro amor, fue tan evidente que nadie pudo contenerlo, tampoco nadie quiso hacerlo. No hubo riñas ni fatiga ni un sólo obstáculo o malentendido, mucho menos desesperación. Cuando nos enamoramos, nos entregamos sin guardarnos nada, sin excluir, sin pretender, con absoluta sencillez y sintonía como si desde antes de nacer hubiésemos estado predestinados a estar juntos. Nuestro amor fue límpido y portentoso.

Qué rápido se nos terminó la adolescencia, qué prisa teníamos por vivir. No te atreverás a negarme que fuimos felices y que esos años mozos fueron los mejores de nuestras vidas. Hoy lamento haberme aferrado a ellos y haberlos evocado cuando dudé en seguir a tu lado.

Javier y Manuela

Nuestro lazo se estrechó y nuestro vínculo se volvió imbatible, pero cuando nos graduamos de la universidad, algo de aquella magia lozana desapareció. Nos hizo tanta falta que años más tarde quisimos buscarla tras las puertas de las aulas y por eso regresamos con la excusa de cursar una maestría, sin embargo, lo que extraviamos en el camino, nunca volvió. Desde entonces nos convertimos en Javier y Manuela, dos personas que se fundieron en una sola figura, en un concepto de perfección artificial. Por aquellos días despertábamos envidias buenas, nos veían como la pareja modelo y nos pronosticaban una eternidad juntos. ¿Qué dirán ahora cuando lo sepan? Tú y yo nunca seremos eternos.

A pesar de la rutina, de las sábanas vacías, de los silencios alargados, de las sonrisas a medias y del día a día, seguía habiendo amor, complicidad y restos de pasión. Con eso construimos lo que se nos antojaba que sería un castillo para los dos.

Comenzamos a vivir juntos cuando yo había cumplido veintisiete. El paso fue casi evidente para mí, sin embargo, mientras yo trasladaba mis cosas inundada de ilusión, tú titubeabas con los avances de la mudanza y te noté desanimado mientras descargaban los últimos muebles del camión. No había júbilo en tu mirada y las sonrisas se habían convertido en ceños fruncidos y gestos de nostalgia. Te excusé, por supuesto, mintiéndome en cada mañana insípida, creyendo ciegamente en que era simplemente el estrés. Durante un tiempo te volviste silencioso y taciturno y te sentí vacilar. Tú nunca dijiste nada. ¡Debiste haberlo hecho! Unas semanas después volviste a ser el mismo de siempre, el cariñoso, el encantador, el que me envolvía de detalles y besos cargados de ternura. En esos años yo habría podido hacer cualquier cosa por ti y lo hice.

Nos entregamos la vida hasta el punto en el que fue imposible concebir a uno sin el otro, especialmente cuando comenzaste tu carrera política y yo tuve que renunciar a la mía, para apoyarte a ti, para velar por tus intereses, para apostar por tus ascensos y por tu éxito.

Casi al cumplir los treinta me pediste que me casara contigo. Nunca nada se sintió más frío ni más orquestado que nuestro compromiso. A veces dudo que tú hayas elegido el anillo. ¿Me mentiste en eso también? Esa piedra extraordinaria no desvelaba ningún secreto tuyo ni tampoco testificaba a favor de tu cariño, de tu fidelidad ni de la valía de tu palabra. Esa argolla preciosa estaba vacía, tan vacía como nuestras tardes, enredados en gestiones, planes y organización. Fue ahí cuando dejamos de platicar, cuando comenzamos a reservarnos los pensamientos y empezamos a maquinar intrigas. El amor se volvió un mero trámite, un escalafón más, el siguiente nivel de un videojuego llamado afecto, lealtad, consideración y pugna electoral. Aunque han pasado varios años, el día de nuestra boda no parece tan lejano, lo recuerdo bien, como si hubiese sido ayer. Allí estuvieron las sonrisas, los vítores y los abrazos de los amigos, de la familia y de los colegas. También se asomaron los rostros desconocidos y nos dejamos deslumbrar por los destellos de las cámaras de la prensa. Sonreímos ante las lentes que, impacientes, nos retrataron y le regalamos a la opinión pública un cuento de hadas, un amor nacido en la mocedad, el único amor de los dos.

Nunca habría imaginado tener centenares de invitados, aunque era lo lógico, tú siempre has sido un imán. La gente te ha seguido siempre, como lo hice yo, embelesada por tus formas, por tu llaneza, honestidad y arrolladora simpatía. Yo hubiese preferido algo más íntimo y discreto, quizá menos elegante y mucho menos fatuo, pero entendí que así tenía que ser, que ese evento ya no nos pertenecía a nosotros, le pertenecía al pueblo, a los votantes y a las urnas todavía vacías. De todas maneras, lo disfruté, actué bien mi papel de novia radiante y caminé segura y hermosa sobre la alfombra carmesí hasta el altar. Los “sí quiero” retumbaron en las columnas de la catedral y entonces supe que, a partir de ese momento, no volverías a ser completamente mío, pero a mí me bastaba sólo con la promesa de tenerte al menos en la alcoba, en la ducha y en la primera hora del día. Para mí era suficiente saber que tus mejores miradas seguían siendo para mí y que los sacrificios que estábamos haciendo tendrían su recompensa. Ahora me arrepiento. Detesto haberte complacido y haberte regalado la prioridad en una vida que nos correspondía a los dos vivir. Ahora ya no puedo exigirte que regreses el tiempo y que me devuelvas los años que con tantísimo amor te obsequié. No obstante, te concedo que fui feliz, porque ayer no sabía lo que hoy sé. ¿Te darás cuenta alguna vez de todo lo que yo te he amado?

Nuestro hijo merecía vivir

Por décadas pude haber seguido así, inmersa en la inercia y en la indiferencia. Si no hubiese sido por el hijo que perdimos, jamás hubiese despertado de esa maldita monotonía que terminó por arrebatarme la identidad.

¿Lo recuerdas? Nunca creí que fuese poseedora de tanta alegría como la del día en el que la prueba de embarazo salió positiva. Por primera vez en mucho tiempo rompiste con las cadenas que te apartaban de mí y me apretaste entre tus brazos. Te llevaste las manos a la cabeza y gritaste “¡Voy a ser papá!”. El entusiasmo nos devolvió a nuestros años bisoños y vivimos tres semanas de intenso amor.  Retornó el alborozo, las caricias, el apego no solicitado y las muestras de cariño. Pero nos duró poco el regocijo. El corazón de nuestro bebé jamás latió. Se fue como llegó; súbito, impetuoso e imprevisible. Su partida nos arrastró de la exaltación al desconsuelo, sumiéndonos en una oscuridad que nos aprisionó. Sin embargo, eso no fue lo que nos destruyó. Lo habríamos superado, lo sé porque tenía fe en nosotros dos.

Lo admito, sé que estuviste a mi lado cuando plañí, cuando me escondí en los rincones, cuando imploré, con las palmas selladas, por un milagro. Sí, te quedaste aun cuando te grité que te desaparecieras mientras hacía trizas mi vida. Sé que nada fue suficiente, sé que tú también sufriste, sé que me perdí, y que me dejé revolcar por un dolor calcinante. ¿Sabes?, todavía me quema.

Ambos sabemos que lo peor vino después, cuando me abofetearon con el diagnóstico, cuando nos revelaron la causa de su malformación. La culpable fui yo. Nunca te lo confesé, pero quise morirme en ese consultorio. ¿Lo intuiste? ¿Fue por ello por lo que pediste el vaso con agua? ¿Me sentiste transpirar, ahogándome en mi propia piel?

Que palabra tan fea es “endometriosis”, qué duro saber que tu útero te traiciona y que se niega a cumplir con su función natural. Nuestro hijo merecía vivir y mi cuerpo no se lo permitió.

Te agradezco haberme tomado de la mano minutos antes de la cirugía, reconozco que sin ti no hubiese podido dejarme llevar por los narcóticos. También te doy las gracias por el tiempo que te tomaste durante mi recuperación, por sentarte a mi lado mientras me dediqué a mirar al vacío durante los largos días que duró esa horrenda depresión. Los medicamentos psicotrópicos cumplieron con su propósito hasta que, finalmente, pude ponerme en pie de nuevo para intentar volver a vivir. Para entonces tú ya me habías abandonado. Seguías llegando a dormir, pero ya no estabas aquí. Tu amor por mí se esfumó y cuando me percaté de tus largas ausencias sentí terror. Nunca fue mi intención perderte, siempre pensé que tú estarías ahí para mí como yo lo había estado para ti.

Es cierto que abordamos el tema cientos de veces y que prometimos que lo intentaríamos, que recuperaríamos los días perdidos, sin embargo, nunca lo hicimos. Apenas alcanzamos a visitar la clínica de reproducción asistida y, aunque leímos con ilusión los folletos de resguardo e incubación, nunca iniciamos el tratamiento de fertilidad. Ya para ese entonces había otras prioridades, de nueva cuenta las elecciones se acercaban y nos apremiaban a parchar nuestras diferencias para poder dar batalla en la carrera electoral.

El nuevo alcalde

Tras ganar la más aguerrida de las contiendas, te convertiste en el nuevo alcalde. Comenzaste a destacar y se abrieron ante tus pasos posibilidades infinitas. Tus sueños empezaron a materializarse y yo tuve la oportunidad de verte triunfar. Qué privilegio fue compartir esas horas contigo aun descansando mi mano sobre tu antebrazo.

Cuando asumiste el cargo todavía me quedaban un par de años para disfrutarte antes de que sucediera lo inconcebible. Empero yo no sabía que nuestro tiempo se terminaba y nunca pensé en aprovechar los últimos días que me quedaban a tu lado. De haberlo sabido, te habría demostrado todo el amor que se me agolpaba en el esternón. En vez de eso, reajusté la rutina y nos miré caminando en senderos paralelos.

Realmente creí, más bien confié, en que tú y yo envejeceríamos juntos, pese a todo. La vida, sin embargo, me ha venido a demostrar lo contrario. Hay mares que son imposibles de navegar, que te hunden y que jamás te dejarán llegar a puerto. Lo que hoy me has confesado, ese secreto tuyo, es un océano infranqueable, es un muro que ni yo ni nadie podría derrumbar.

Ayer

Ayer me animé a sonreír, a salir a comprarme el vestido más bonito para el día más importante de tu vida. Esta ocasión había que celebrarla y mi lugar estaba al lado tuyo, luciendo radiante e impoluta, siendo el perfecto acompañamiento de un hombre que sale a triunfar una vez más.

Hace tres meses volviste a arrasar en las elecciones para gobernador provincial. Esta vez no hubo combate, era seguro que ibas a ganar. Las encuestas nunca mintieron y hasta el final, después de la contabilización del último voto, mantuviste la certeza de tu más grande conquista. Desde luego, fuiste humilde, aguardaste a que la noticia fuese oficial y posteriormente celebraste, estrechaste manos y palmeaste espaldas cuando el instituto electoral te declaró vencedor. Después de una intensa y muy bien festejada jornada, ya cuando la noche cedía al alba, subimos al Mercedes-Benz GLE. El chofer te entregó ese sobre color mostaza que abriste primero con desgano y que después hizo sudar tus manos. Te erguiste sobre el asiento y te ocultaste bajo tu hombro. Tu pulso se aceleró y tus pupilas dejaron escapar pánico y conmoción.

-¿Javi? ¿Qué pasa? –te pregunté al notar tu intranquilidad.

-Nada. No es nada –apretaste el sobre en tu puño, aislándolo de mí.

En un segundo se terminó la vivacidad y las palabras calculadas. Tartamudeabas, no te podías concentrar. Me dijiste que necesitabas un paseo, aire y tiempo. Me llevaste a nuestra casa y te despediste de mí con distracción y apremio. No volví a saber de ti hasta hoy al mediodía. Tu llamada no fue capaz de tranquilizarme, sé que intentaste aparentar calma, empero las palabras se iban perdiendo en tu voz confundida y amedrentada. Entonces tuve la certeza de que algo grave estaba por suceder. Me pediste que tomara el vuelo previsto a las cuatro de la tarde. Una hora después nos encontraríamos en la suite del hotel, en el piso cuarenta y tres.

Ayer todavía vivía en un espejismo. Aunque la curiosidad me trepaba, decidí olvidarme del contenido de ese sobre y continuar viviendo como si jamás hubiese visto tu reacción o notado tu nerviosismo. Con el paso de los años terminé por acostumbrarme a tus silencios y te concedí el privilegio de tener secretos que eran sólo para ti. 

Arribe a tiempo al hotel en donde ya se sentía el alboroto de los preparativos de tu llegada. Abajo, en el salón de eventos, se afinaban los detalles de la conferencia de prensa, la primera que tendrías como gobernador electo. Excluyendo el estrés del ajetreo natural que esa ocasión ameritaba, no noté nada fuera de lugar, todo se apreciaba habitual y planeado. Disfruté entonces de unos minutos de calma antes de la hora pactada.

He de confesarte que durante el trayecto me sentí desazonada. Comencé a imaginarme diversas situaciones que me llevaron a conjeturar, pero esto que me has revelado no se me hubiese ocurrido jamás. Nunca hubiese podido deducir semejante epifanía.

Cuando entré a la habitación, tú ya me esperabas sentado al borde de la cama. Sonreí al verte de una pieza, sin heridas aparentes y en tus cinco sentidos. Me acerqué a saludarte con un beso en la mejilla, y te percibí derrotado, resignado a dejarte apalear. A pesar de tu abatimiento, te mostraste sereno, decidido y valiente. Sé que quisiste decirme muchas cosas cuando la puerta se cerró a mis espaldas, cuando por fin estuvimos solos, pero tan sólo pudiste hiperventilar. Clavaste la mirada en tus rodillas y apretaste la mandíbula.

  • Perdóname, Manuela. Yo… –se te quebró la voz y con tu mano temblorosa sostuviste el sobre amarillento hasta el alcance de mis dedos.

Sin que yo me diera cuenta

Dentro del sobre había una veintena de fotografías repulsivas que me arrancaron el corazón. No entendí en un principio, quizá fue la sorpresa y el impacto de esas imágenes brutales lo que me confundió. Te dirigí una mirada de desconcierto y después regresé a las fotografías. Sí, era irrefutable. Eras tú. Tú, desnudo, escultural, y sobre todo feliz, enredando tus brazos y tus piernas en otro cuerpo, ensalivando tus labios con el sabor de otro hombre. Él también era hermoso, no tanto como tú, pero fuerte, joven, tal vez demasiado. ¿Cuántos años tiene? ¿Veinte? ¿Veintitrés?

Uno, dos, tres segundos. Contuve la respiración. Primero sentí un vértigo espantoso en el estómago, y después una ira incontenible que me calentó la cabeza.

  • Pero… ¡¿qué mierda es esto?!

No pudiste responder y sólo alzaste la vista buscando comprensión en mis ojos. Te la negué, te lo negué todo.

Te lancé el sobre, las fotografías y todo lo que se atravesó por mi camino. También te disparé injurias abominables y maldije el minuto en el que te conocí. No sé cuánto duraría esa escena, pero me dejó exhausta, y tras lanzarte la última almohada, me desplomé a llorar. Me quedé sin nada, de rodillas sobre el suelo, con los cabellos enmarañados y el maquillaje escurrido. Sólo entonces, cuando yo había terminado de decirte que te odiaba, te atreviste a explicarme tu homosexualidad.

¿En qué momento sucedió todo esto? ¿En dónde estaba yo cuando tú te enamorabas de un hombre?

  • Ay por favor, Javier. Nadie descubre que es gay a los cuarenta y dos años –mi incredulidad te señaló.
  • No lo descubrí ahora, Manuela. Sucedió mientras estábamos en la universidad. ¿Te acuerdas de Miguel? Todo empezó con él.

Fue muy difícil escuchar tu relato. Si hubieses sido cualquier otra persona habría sentido empatía y compasión, pero en esa historia de amor también estaba yo. No podía lamentar que tú y Miguel jamás hubiesen podido estar juntos. La causante de esa separación, sin saberlo, fui yo. Tú me elegiste a mí. Me queda claro que lo hiciste porque dudaste, porque quizá pensaste que lo tuyo con Miguel fue una excepción y que en el fondo eras heterosexual o en el peor de los casos bisexual. Sin embargo, no lo eras, eras gay entonces y eres gay hoy.

Me mentiste. Me traicionaste. Me decepcionaste. ¿Por qué? A todas luces se notaba que fue una estrategia política. Me usaste para cumplir tus sueños, para ganar posiciones en el partido, para consolidarte como contrincante y para terminar de fascinar al electorado. ¿Te diste cuenta de que en tus intentos y en tus ambiciones a mí me harías daño?

No soportaba escuchar otra palabra de tu boca ni otra excusa estúpida disfrazada de romanticismo y amores prohibidos. Con temple te interrumpí y sí, descargué toda mi furia contra ti. Sí, te advertí que me marcharía, que no volverías a saber de mí, que a partir de ahora estarías solo. Tomé mi maleta y caminé hacia la puerta.

Ódiame mañana

Despojado de dignidad y visiblemente desesperado me detuviste aún frente a la puerta. Me abrazaste por detrás y sé que aspiraste el olor limpio de mis cabellos y que, por un instante imperceptible, sentiste paz. Tu abrazo fue cálido y yo también hubiese querido entregarme a él, voltear hacia ti y apretarte tan fuerte que pudiésemos soldarnos en un solo cuerpo, pero tu cercanía dejó de ser alivio para convertirse en un tormento que yo ya no estaba dispuesta a sobrevivir. Por eso te aparté con violencia y agarré la manija de la puerta.

  • ¡¡Me están chantajeando, Manuela!! –gritaste a mis espaldas –. Si no renuncio esta noche a la gubernatura, publicarán las fotografías en el primer tiraje de mañana. No me quiero ni imaginar el encabezado, mucho menos la nota –en el último enunciado tu voz se apagó.
  • ¿Y eso a mí qué me importa? Este lodazal lo has hecho tú, resuélvelo ahora, pero hazlo sin mí. Sólo eso faltaría, que pretendieras que yo me quedara aquí, a tu lado, para ayudarte a recoger los pedazos.
  • Lo único que te pido es que te quedes esta noche, que me acompañes a la rueda de prensa. Sólo unos cuantos minutos de esta noche y después te dejo en absoluta libertad. Por los años que estuvimos juntos, por el amor que nos tuvimos, por todo y tanto. Por favor, te lo suplico, Manuela. Ódiame mañana, esta noche no.

Había tanto en juego que los sentimientos ya daban igual. Ya no se trataba de ti y de mí, se trataba del estado, del partido, del electorado y del país. Me desarmaste como siempre; tú y tus palabras, tus razones, tu lógica y tus ojos perfectos. Volví al colchón y me senté. Tú hiciste bien en tomar distancia y en acomodarte en la otra esquina de la cama a la espera de mi respuesta definitiva.

Mientras el silencio nos envolvía, sentía que me dolía; dolía saber que te dejaría, que a partir de mañana cada uno comenzaría una vida nueva. Tu ausencia es lo que más dolerá porque sé que te echaré de menos pues, a pesar de todo, de una u otra manera yo siempre voy a amarte. ¿Qué haremos ahora con todo lo que construimos? ¿La casa, los muebles, y nuestros recuerdos? ¿Qué haremos con la cita que tenemos en la clínica de fertilidad? ¿Serías capaz de darme el hijo que tanto anhelo? Sabes que yo sola podría hacerme cargo de nuestro hijo. ¿Me lo concederías si yo te lo pidiera?

Lo que no logro discernir es por qué no me lo dijiste antes de que llegaran a nuestras manos estas fotografías. ¿A qué esperabas? No me atrevo a preguntártelo porque sé que volveremos a pelear y yo me encuentro agotada y lo único que quiero es que este día se acabe de una vez por todas. Seguimos aquí y tú no has despegado los ojos de la alfombra. Descubro que yo no tengo nada más que darte, te lo has llevado todo ya, salvo quizá esta noche, será mi regalo de despedida, por lo que un día fuimos y por todo lo que quisimos ser.

  • Está bien. Cuenta conmigo. ¿Qué tengo que hacer?
  • Nada, sólo permanecer a mi lado mientras se lleva a cabo la rueda de prensa. Manuela, gracias.

Enderezaste la espalda y de inmediato noté tu consuelo y un destello de esperanza. Quizá no estaba todo perdido para ti. Sea lo que fuera que pensaras hacer, estaría yo ahí una última vez.

Nos compusimos y a las ocho en punto bajamos al salón. Al abrir la puerta, sentimos el barullo natural de los congregados, pero en cuanto te vieron llegar se hizo el silencio. Tu coordinador de campaña hizo las introducciones pertinentes y tú subiste al estrado. Con un ademán fino y caballeroso me invitaste a acompañarte y yo te seguí. Comenzaste con un anuncio que causó estupor. A mí también me sorprendió, pues creí que presentarías tu renuncia, pero no, lo que hiciste fue no ceder a la extorsión, en cambio enfrentaste tu destino con una valentía sin igual. Tus declaraciones fueron precisas, sinceras y bellísimas.

Se sintió el movimiento en la sala; las cámaras filmaron, otras dispararon ráfagas de intensa luz, los micrófonos se encendieron y los murmullos se agilizaron. ¡Increíble! Frente al mundo entero compartiste la noticia de tu homosexualidad. Ahora que te escucho con atención, puedo sentir tu melancolía, tus sinsabores y tu tristeza. ¿Cómo pudiste haber vivido semejante infierno sin que yo me diera cuenta?

Concluiste tu discurso extendiendo tus disculpas a la población y a mí, tu esposa, la que nunca te abandonó. Descendiste del entarimado y me hiciste un guiño, el mismo que me cautivó el día en el que te conocí. De inmediato, la prensa se abalanzó sobre mí, tirando decenas de preguntas que, gracias a ti, fui capaz de contestar con ecuanimidad y elegancia. En ese momento lo comprendí todo. Lo hiciste por mí. Sabías de sobra que la noticia me perjudicaría más a mí que a ti. Sabías que tu carrera política estaría muerta sin importar la decisión que tomaras; la renuncia o la deshonra no te dejarían volver. Por eso me pediste que me quedara, porque querías darme la oportunidad de abordar el tema con decoro y con honor. Con tu sabia elección le diste un portazo a los rumores, a la persecución de los periodistas y a las habladurías.

Finalmente cesaron las incógnitas y salimos de la sala, dejando el sobresalto detrás de nuestros pasos. Nos fuimos tomados de las manos. Alguno de los presentes capturó ese momento en una fotografía que sería la que le daría la vuelta al mundo al siguiente día, acompañada de titulares optimistas.

Entramos al elevador sabiendo que sólo tendríamos unos segundos antes de decirnos adiós. A ti te esperaba una reunión con los miembros del partido, te aguardaba su juicio y su sentencia y finalmente un plan de acción, del que seguramente tú no serías partícipe. Imposible comprimir en tan poco tiempo todos nuestros sentimientos. Debíamos ser breves si es que queríamos recordar aquel instante. Fuiste tú el que habló primero.

  • Siempre he querido que seas feliz. Nadie se lo merece más que tú. Nunca dudes, ni por un minuto, que te quise. Te amé como a nadie y siempre lo haré, aunque el cariño que siento por ti sea distinto al que tú hubieras querido. Espero que algún día tus heridas cicatricen y te permitan perdonarme. Si llegas a necesitarme, sabes que estaré aquí para ti. Cuídate, Manuela.
  • Se feliz, Javi. Nada te lo impide ya. Cuando esté lista, te llamaré, todavía tenemos mucho de qué hablar. Gracias por haber pateado el balón en mi dirección aquel día.

Nos abrazamos tan fuerte que pudimos oír nuestros huesos tronar. De pronto, las puertas del elevador se abrieron, nos separamos y nos dijimos adiós con una sonrisa madura y cansada. Tus pies te alejaron de mí y yo me sentí ligera. Instintivamente miré al techo, diez pisos arriba recomienza mi vida.