Este año volví a mi burbuja griega; me hacía falta la calma del mediterráneo, sus azules inimitables, el sol que baña las montañas con atardeceres anaranjados que huelen a limón, y esas comidas que evocan placeres mitológicos. De nuevo me perdí en la magia de una tierra que me recuerda muchísimo a la mía, la que queda tan lejos y en la que pesa demasiado la añoranza.

En Rodas se desdibuja el mundo con todas sus reglas y quehaceres y queda sólo la brisa silenciosa y el sabor a sal del mar. Allí se puede por fin respirar, sobre todo cuando la estancia entera transcurre en una aldea apartada de todo el ruido de la vanidad.

Después de correr a la playa tantas veces como lo permitiese el día, estaba lista para explorar esta isla una vez más, y fue así como le di la espalda al mar para adentrarme en Afantou, un pueblo típico griego en cuyas colinas está ubicada Olive Tree Farm, una granja de olivos que, de verdad, no tiene par. Son noventa y tres los olivos que viven allí bajo el celoso cuidado de Emma PKarpathakis. Detrás de su reja se derrama el amor a la naturaleza y se nota en cada aceituna que cuelga de aquellas hojas verdísimas. También se refleja en sus senderitos adornados por un panorama de agua, valles y vida, y en sus nopaleras gigantes que hacen que uno ponga todo en perspectiva. Y mientras Emma cuenta historias fascinantes, el aire se va impregnando de la fragancia del romero y el orégano. Allí crece, a veces silvestre, la enorme variedad de hierbas de olor y especias que perfuman el recorrido.

Conforme Emma hablaba de sus olivos a mí se me fueron crispando los vellos de la piel porque con cada palabra me quedaba más claro que quería ser como los olivos: longeva, perseverante, fuerte, determinada. Qué ganas me dieron de poseer esas mismas raíces poderosas que sobreviven a casi cualquier cosa para luego florecer y entregar con absoluta generosidad su fruto, su sombra y el cobijo de sus hojas.

Aunque aún no era tiempo de cosecha, Emma nos animó a cortar algunas aceitunas que prepararíamos después a la usanza tradicional griega. Al tener una entre los dedos, no pude resistir la tentación de probarla recién cortada y ¡vaya que son amargas! Después aprendí de Emma que, como los olivos, las aceitunas también requieren de amor y de paciencia.

La cosecha es propia de la temporada otoñal y depende de las lluvias. Es más cosa de paciencia y cariño que de ciencia conocer el momento apropiado para desprender las aceitunas de sus ramas. “Todas las aceitunas son verdes”, nos cuenta entonces Emma. A las más grandes hay que dejarlas pendiendo si se las prefiere negras. Y las otras, las más pequeñas y jugosas, en cuanto están listas hay que recolectarlas a toda prisa porque el tiempo apremia y apenas se tienen algunas horas para llevarlas a la prensa si se quiere evitar un alto grado de acidez. Allí dejaran sus semillas y su amargura para convertirse en aceite de olivo virgen.

Hasta la cocina de Emma se extienden los frutos de los olivos en donde preparamos frascos enormes de aceitunas que reposarán entre hierbas, cítricos, agua y sal al menos un par de meses si no es que un año antes de que estén listas para el disfrute del paladar. Pero ella no nos hace esperar tanto para que podamos probar las aceitunas de su granja, nos permite degustar las que ella misma tiene ya preparadas. ¡Son una delicia! Y como si todo lo ya vivido fuera poco, Emma nos propone hacer un bálsamo con propóleo, aceites esenciales y aceite de olivo. ¡Espectacular! Para cerrar con broche de oro las cuatro horas que pasamos rodeados de la cultura de los olivos, preparamos una pasta de aceitunas con verduras que acompañamos con una lodopita, el pan pita tradicional de Rodas que es un verdadero descubrimiento para mí.

Con el alma, los sentidos y el estómago satisfechos dejé la granja de Emma atrás. Los olivos, sin embargo, me siguieron durante mi estancia en Rodas y, ya en la memoria, hasta Alemania, en donde me animaron a escribir esta entrada de blog y quizá, algún día, una novela.
