Nunca pensé que un día habría de dedicar una entrada de blog a un tema como este; y si no me hubiese sucedido a mí, probablemente jamás lo habría hecho. Parecería una tontería, un simple accidente, sin embargo, en los últimos años se ha convertido en una de las diez causas de emergencia doméstica que terminan, invariablemente, en la sala de urgencias de los hospitales y justamente por eso es por lo que he decidido compartir esta anécdota.

Su nombre científico es persea americana, pero en México lo llamamos aguacate, nuestro oro verde, un fruto propio de nuestro país, que se ha venido consumiendo desde siempre o, al menos, desde hace 10,000 años, según muestra la evidencia más antigua encontrada en una cueva en Coxcatlán, Puebla (México). Con la llegada de los españoles a América, nuestro preciado aguacate fue llevado a todo el mundo. Hoy en día se consume en miles de formas diferentes, aunque en México el platillo por excelencia es el guacamole. Y fue precisamente un guacamole lo que detonó que un viernes tranquilo de confinamiento, terminara en una noche inacabable de hospital.

Ese día mi esposo decidió hacer un jugo de carne y, ¿por qué no?, a mí se me antojó acompañarlo con un guacamolito y unos totopos recién hechos. Los totopos ya estaban listos. La cebolla, el chile y el cilantro, todo bien picado, esperaban en un tazón a los trozos de aguacate y a un chorrito de limón. Llevaba el aguacate en la mano izquierda y en la derecha un cuchillo filosísimo de tamaño mediano. Ya había cortado el aguacate por la mitad, así que sólo quedaba sacar la semilla. Para hacerlo, empuñé con toda seguridad el mango del cuchillo y empujé. En esas estaba yo cuando el cuchillo se deslizó; había aplicado demasiada fuerza. En ese momento se nos acabó la velada: el grito extremo de dolor, los chorros de sangre, el dedo meñique casi rebanado en dos. Nunca pensé que un dedo tan pequeño pudiera disparar tanta sangre; los salpicones se habían esparcido por todos lados. Instintivamente, me sujeté firmemente el dedo con la mano derecha y luego hundí medio cuerpo en el fregadero en donde ya se veía un chapoteadero de sangre. El cuchillo, el aguacate y la semilla habían quedado aventados en el suelo. Mi esposo, tras de mí, me hablaba, pero yo apenas podía escucharlo. “Déjame verte la mano”, me repetía con mucha calma. Cuando me giré a mirarlo lo vi palidecer. Yo no podía ni hablar, sólo negaba con la cabeza. En ese instante nada me hubiese podido obligar a soltar el dedo. Su sensatez lo llevó a insistir. Mientras mi hija de cinco años gritaba aterrorizada, él continuó hablándome con muchísimo amor. Cedí finalmente y abrí la mano; casi me desmayo de la impresión (no estoy exagerando). El dedo a medio cercenar ya era del tamaño de una salchicha a punto de cocción y los coágulos de sangre adornaban tétricamente el conjunto. Mi esposo llamó de inmediato a nuestra vecina que es médico internista. A los pocos minutos subió y se hizo cargo de la situación: me tendió en el suelo, me subió las piernas a una silla y me pidió respirar lento y profundo mientras ella examinaba el dedo. “Definitivamente tienes que ir al hospital”, concluyó. Cuando entramos al elevador entendí porque mi esposo se había puesto lívido, yo llevaba la cara y la ropa bañada en sangre, como un vikingo en la más aguerrida de sus batallas. Así llegamos al hospital.
En plena pandemia los hospitales tienen reglas estrictas, así que decidimos que mi esposo se regresara con mi hija. Mi vecina, un amor total de mujer, se quedó conmigo hasta que me atendieron casi cuatro horas después. A la sala de emergencia sólo puede ingresar el paciente (¡gracias COVID!) así que a partir de ese momento tuve que ingeniármelas para hacer todo con una sola mano: sacar la tarjeta del seguro, llenar y firmar papeles, quitarme el abrigo y el suéter, que fue lo más difícil porque, para ese entonces, el dolor ya me había trepado hasta el codo. Después, ya frente al médico tratante, tuve que contestar a la pregunta del millón: ¿Cómo sucedió?
Antes de abrir la boca, lo primero que pensé es cómo puede alguien ser tan tonto. Ya no sabía que era peor, si era el dolor o la vergüenza. Después de concluir la más corta y ridícula historia que he contado en mi vida, todo fue un ir y venir de aquí para allá: del cuarto de auscultación a sacar una radiografía, luego de regreso, después a otra habitación por dos vacunas: difteria y tétanos; posteriormente a otra habitación en donde vería al cirujano. ¡¿Al cirujano?! Y en todo ese tiempo escuchaba a todo el personal médico diciendo “tenemos un caso de mano de aguacate”. Al principio pensé que se estaban burlando de mí, pero cuando vi al cirujano, me preocupé de verdad. Lo primero que hice fue preguntarle qué era exactamente un caso de mano de aguacate. Lo que me respondió fue toda una revelación.
Lo que me pasó a mí está listado en las estadísticas entre los diez casos más frecuentes de accidentes domésticos y las cifras además de ser alarmantes, van en ascenso. Sólo en Estados Unidos se reportan más de diez mil casos de mano de aguacate al año, aproximadamente doscientos por semana. En Europa los números no se quedan atrás. En promedio, veinticuatro personas visitan la sala de urgencias por día debido a un caso de mano de aguacate. La mayoría de estos casos terminan en cirugías reconstructivas y en largas horas de terapia de rehabilitación porque los cortes derivados de la mano de aguacate dañan nervios y tendones importantes. Tras examinarme, el cirujano determinó que probablemente necesitaría cirugía, pero antes tendría que coser el dedo y, un par de días más tarde, hacer una segunda evaluación. Una dosis de lidocaína, dos pinchazos de anestesia y tres puntadas después volví a casa (ya casi daban las tres de la mañana). De sobra está decir que quedé exhausta, adolorida y sintiéndome negligente conmigo misma, pero también muy ignorante en el tema porque, aunque podría resultar obvio, evidentemente no lo es. Si se han reportado tantos casos de mano de aguacate significa que al tema no se le ha dado la debida importancia y difusión y por esto me encuentro hoy escribiendo estas líneas.
El lunes siguiente me presenté a la segunda evaluación. Me revisaron movilidad y sensibilidad; apenas podía doblarlo y no sentía nada en la mitad del dedo (ni pinchazos, ni texturas, ni frío ni calor). El cirujano decidió esperar una semana más para observar el progreso. Al siguiente lunes volvió a hacer la misma revisión y entonces decidió no operar (¡Gracias a Dios!); primero porque mi corte no había sido tan extenso (aunque para mí fuera el mismísimo Gran Cañón) y, aunque sí me dañé los nervios, no perdí del todo la funcionalidad. Al momento de la segunda evaluación mi dedo tenía una capacidad funcional del 60%. Si el médico operaba, se auguraba un máximo de 90% que bien podría lograrse por el propio proceso de recuperación natural de mi cuerpo. No había nada más que hacer. Ese mismo día me retiró las puntadas.

Han pasado dos meses desde que me convertí en un caso más de mano de aguacate. Todavía no puedo estirar bien el dedo y sigo sin sensibilidad en la parte superior, pero algo se ha recuperado. Aunque es el meñique de la mano izquierda (yo soy diestra), sí lo extraño mucho. Me hace falta cuando sujeto una botella (se me han caído varios vasos y envases) o cuando necesito la fuerza de la palma de mi mano para sostener algo. Tampoco puedo cerrar muy bien el puño, así que me hace falta también cuando llevo una bolsa en la mano, o cuando intento halar alguna cosa (la ropa de la lavadora, por ejemplo). El médico pronosticó seis meses de recuperación, al cabo de ese tiempo sabré verdaderamente qué tan funcional será mi dedo de ahora en más. Yo espero que con los ejercicios de terapia y una buena alimentación pueda lograr un mayor movimiento y sensibilidad, aunque sé que jamás volverá a ser igual. De cualquier manera, no me desanimo, podría haber sido mucho peor. Hay personas que, literalmente, se han apuñalado la mano, han perdido dedos, sensibilidad en manos, antebrazos e incluso hombros debido a las redes nerviosas que se extienden en nuestras extremidades superiores.
En todo este penoso asunto hay una sola cosa que tengo muy clara, jamás volveré a cortar un aguacate sin el debido respeto y nunca volveré a sacar su semilla con el filo de un cuchillo. Espero que quienes me leen puedan tomar esta anécdota para experimentar en cabeza ajena, para cuidar sus manos y cada uno de sus dedos.

Cómo siempre que publicas, leo tus historias.
La mano de aguacate, jamás me hubiese imaginado cuantos accidentes por retirar el hueso de un aguacate.
Tomaré de ahora en más mis precauciones debidas para evitar ese tipo de accidentes.
Un saludo desde Coahuila. México.
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Tremendas las cifras, Ángeles. De verdad es una cosa para tener en cuenta. Te mando un abrazo desde Hamburgo.
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