Aprovechando la reciente celebración de las festividades del Día de Muertos, he querido platicarles sobre un personaje tan recurrente como esencial en esta tradición mexicana; La Llorona. Esta mujer de ropas vaporosas que se manifiesta creando conmoción, duda y temor, es insignia indiscutible de la cultura mexicana.

El 18 de octubre del año 2013 la Leyenda de La Llorona fue declarada Patrimonio Cultural Intangible de la Ciudad de México. Semejante reconocimiento no es para menos; cuando se nace y se crece en esta metrópoli cruda, tan cargada siempre de contrastes abrumadores e historia infinita, el mito de La Llorona es una parte intrínseca de la herencia cultural que recibimos de parte de nuestras madres o, en el mejor de los casos, de nuestras abuelas. No recuerdo con precisión en qué momento de mi vida me fueron transferidos oralmente los pesares de La Llorona, tampoco sé cuál de todas las mujeres de mi vida fue la que cargó en mi memoria esas imágenes espantosas que se formaron en la ingenuidad de mi imaginación infantil cuando escuché la historia de aquella mujer enloquecida que vagaba por las calles de la ciudad liberando unos lamentos agudos y punzocortantes que rebotaban en las paredes de los barrios viejos de mi ciudad natal. Entre clamores perturbadores y sonoros la mujer llama a sus hijos: los perdidos, los desaparecidos, los muertos, los desamparados. Con los ventarrones de marzo se puede escuchar claramente su chillido afilado golpeteando las ventanas; “ay, mis hijos” se transforma entonces en un silbido cadencioso tristísimo mientras el viento va dejando tras de sí escalofríos colectivos.
Durante los años de mi infancia crecí teniéndole miedo a La Llorona. Tiempo después, habiendo dejado atrás la adolescencia, aprendí a tenerle respeto porque más allá de su infortunio y de sus apariciones espontáneas, es un símbolo ancestral de identidad nacional. La lectura me llevó a comprender que nosotros, los mexicanos, somos los hijos de La Llorona y que su dolor se derrama por el futuro que nos arrebataron.
Un buen número de investigadores, historiadores y arqueólogos, coinciden en que el origen de la leyenda de La Llorona descansa en la deidad mexica de Cihuacóatl: la mujer serpiente, combatiente, amante y madre de guerreros y protectora de la raza y de las madres que perecieron en el parto.
De los labios de nuestros ancestros, transmitidos de generación en generación, surge el relato que da vida al mito: Cihuacóatl emergió del lago de Texcoco lanzando un alarido sobrecogedor que se extendió hasta las montañas. Firme, sobre las aguas, se deslizó la mujer serpiente vistiendo ropas blancas livianas que se mecían y elevaban a la voluntad del viento. Llegó para anunciarle a sus hijos, los habitantes del Anáhuac, que el fin de su era estaba próximo. Plañó por la muerte del imperio y de su raza y desapareció entre lamentos espeluznantes. Moctezuma Xocoyótzin, el antepenúltimo Tlatoani azteca, no hizo caso a la advertencia que la diosa guerrera lanzó. Diez años después, se cumpliría su profecía: del Oriente llegarían hombres extraños que devorarían a la estirpe azteca, someterían a su pueblo y humillarían a sus dioses. Cuentan las crónicas de la época que los gritos de Cihuacóatl se hicieron sentir en Tenochtitlán varias veces durante esa década, incluso acompañados de inundaciones. Sin embargo, la premonición de los sacerdotes no fue escuchada y el propio Moctezuma habría de entregar el destino de su pueblo en las manos de los conquistadores españoles.
Ya durante la época colonial la leyenda de La Llorona había sufrido varias alteraciones y, aunque el pilar de las narraciones se mantuvo constante, la historia se desvirtuó. Posteriormente este personaje se internacionalizó y se transformó en musa de escritores, pintores, poetas y músicos que plasmaron las penas y clamores de esa mujer espectral en diversas expresiones artísticas. A pesar de que muchos juran haberla visto en el sur del continente, La Llorona es tan nuestra como el mole, el mezcal y los caracolillos que adornan su faldón níveo.
Algún día, querida Llorona, dejarás de penar por tu pueblo; algún día nos levantaremos, dejaremos el resentimiento, la pereza y la apatía y resurgiremos poderosos como lo que somos, los hijos del crisol mestizo. Algún día sobreviviremos a los ríos de sangre derramados a lo largo de nuestra historia tan plagada de conquistas y derrotas, de guerras, de invasiones, de muros fronterizos, de dinero mal habido, de armas e indiferencia. Algún día, Llorona.