Cuando tomamos la decisión de vivir lejos, a veces demasiado, de la tierra que nos vio nacer sabemos que habremos de despedirnos en más ocasiones de las que quisiéramos. Estamos plenamente conscientes de que, tras un reencuentro, llegará inevitablemente una separación, sin embargo, aunque lo sepas, aunque sea ineludible, aunque así tiene que ser, no hay preparación capaz de vencer los sentimientos que se desbordan en el momento en el que te arrancas del abrazo más estrecho, contra tu voluntad, y dices “adiós”, “hasta pronto”, “nos vemos en el otoño”. Por más esfuerzos que hagas para buscar una conciliación con la partida, al final, vencerán las ganas llorar porque la marcha de quienes amas es lamentable, porque quisieras que se quedaran para siempre a tu lado, porque duele verlos alejarse, una vez más, de ti.
Durante las fiestas decembrinas tuve la fortuna de recibir la visita de mi mamá y de mi hermana. No es la primera vez que vienen a Alemania, pero sí fue especial porque es la primera vez que pasamos navidad y año nuevo de este lado del Atlántico. A pesar de que nos hizo falta la presencia de mi papá, que se negó rotundamente a pasar la temporada en el frío alemán, y de mi hermano y su familia, fue un privilegio tener a mi mamá y a mi hermana conmigo en estas fechas. El arribo fue esperadísimo. Semanas antes de que pisaran tierra teutona conté los días, las horas y los segundos hasta que por fin las vi atravesar la puerta de la sala de arribos. Cientos de mensajes de WhatsApp vibraron en mi celular durante los días previos anunciándome que pronto podría abrazarlas.
Esos segundos, cuando tus ojos identifican sus rostros entre una multitud de viajeros, familiares, conocidos y empleados del aeropuerto, ese instante cuando los músculos de tu cara se estiran para lanzar la más honesta de tus sonrisas, ese momento en el que corres sorteando gente y maletas para prenderlas con tus brazos y decirles “bienvenidas”, es siempre perfecto. Cuando finalmente los ojos se encuentran unos a otros todo vuelve a ser como en el día en el que las dejaste la última vez. Kilos más, arrugas menos, la algarabía, el volumen de la plática, los recuentos de las anécdotas y las noticias no compartidas por FaceTime inundan las mañanas, pero sobre todo las noches que se vuelven eternas, pese al jetlag, pese al cansancio, pese a la oscuridad.
Pasamos dos semanas y media maravillosas. Los primeros días los reservamos para Hamburgo. Descanso, mercados de navidad y compras para la cena de Noche Buena fueron las actividades del día. El 24 de diciembre lo pasamos en casa, mi mamá nos agasajó con pierna de cerdo adobada, ensalada de manzana y el puré de papa que acompañó a la carne fue la especialidad de mi hermana. Sobró el vino, la cerveza y las risas. Al día siguiente salimos hacia Bremen para pasar unos días con la familia política. Cerramos el año en Berlín, recorriendo las calles inundadas de lluvia y de visitantes. Los primeros días de este nuevo año los pasé con ellas también, sin hacer mucho, cocinando, viendo películas y conversando hasta que los párpados se me cerraron. Para celebrar el Día de Reyes mi mamá horneó la tradicional Rosca de Reyes. El proceso le tomó casi todo el día y ahí estuve yo a su lado acercándole los ingredientes, despejando la cocina, sirviéndole agua en un vaso y, sobre todo, platicando, sin despegármele, todas esas horas de espera, mientras la masa doblaba su volumen, como si ya mi subconsciente me alertara, informándome que al día siguiente mi madre tendría que irse.
Esos días que pasamos juntas fueron excepcionales, aunque no hayamos hecho nada fuera de lo común. Lo más extraordinario para mí fue ver a mi hija disfrutar a su abuela mexicana y viceversa, escucharla conversar en español, aprender nuevos verbos y ampliar su vocabulario, correr cada mañana a despertarla mientras llamaba su nombre “¡¡Bela!! Spierta”, abrazarla y dejarse acurrucar en sus brazos, cocinar con ella y besarla a toda hora nada más porque sí, porque la quiere, porque sabe que por sus venas también corre la misma sangre y en su ADN también hay mucho de ella.
Por todo lo vivido en estos brevísimos días, el día en el que su salida estaba prevista me supo amargo. No quería que amareciera nunca, pero así es la vida y este plazo también se cumplió. Le pedí tres veces que se quedara más tiempo. Ya sabía que me iba a decir que no podía, sin embargo, algo revuelto en las entrañas me obligó a pedírselo de todas maneras. No pude llevarla al aeropuerto porque cuando ella tenía que irse mi hija tomaba su siesta. Lo que sí pude hacer fue abrazarla, hundir mis dedos en su espalda y decirle que me iba a hacer falta. Lo que no quise hacer fue llorar, pero me fue imposible contenerme. Ella me sonrió y me dijo que fuera fuerte y yo le contesté que no quería serlo. Mi esposo, quien por cierto adora a mi mamá, las llevó al aeropuerto, las apoyó con la entrega de equipaje y no se movió de ahí hasta que estuvieron formadas en la fila del control de seguridad. Fue él, en representación mía y de mi hija, quien agitó la mano para decirles “adiós”, “hasta pronto”, “nos vemos en el otoño”. Unos minutos después de su llamada, confirmándome que todo había salido bien, mi mamá y mi hermana volvieron a ser encapsuladas en WhatsApp y comencé a recibir sus mensajes de información y despedida. Algunas horas después y ya desde Múnich, mi hermana me aseguraba la salida del vuelo de regreso a México. Cuando mi casa había vuelto al silencio habitual me permití llorar un poquito más y después me dije, “Basta ya, piensa en el reencuentro.”
Hoy ha regresado la normalidad, la rutina y la expectativa de un nuevo año. El sentimiento del desprendimiento se va disipando conforme pasan las horas, pero la añoranza se va anidando, como siempre, y no me queda más que planear el día en el que nos volvamos a ver.