Hace poco más de once años comencé una travesía sinuosa, compleja y desalentadora. Yo no pedí recorrer este camino, y aunque tardé en compronderlo sé que tampoco fue consecuencia de mis decisiones o de mis acciones. Me tocó, como le toca al 40% de las mujeres en el mundo, enfrentarme a la Miomatosis Uterina. Hoy vengo a compartir con ustedes el cierre de este ciclo que tanto aprendizaje y satisfacciones trajo a mi vida.
Hace tres días, para ser precisa el miércoles pasado, capitulé; finalmente le dije adiós a mi útero. En el mismo hospital en el que vi nacer a mi hija hace tres años, me practicaron una muy necesaria histerectomía.
La cirugía fue planeada con mucha antelación y yo estaba completamente decidida a hacerlo, sin embargo, eso no lo hizo menos duro. Me pasé una década defendiendo el derecho a tener una oportunidad, peleando con uñas y dientes por un trato más humano y más justo para quienes vivimos con este padecimiento, buscando alternativas coherentes para sobrevivir a los miomas con dignidad, y después de todo y de tanto también yo bajé los brazos y cedí, porque llega un punto en el que ya no puedes más o ya no hay una verdadera razón por la cual seguir luchando y entonces la batalla se convierte en necedad y obcecación. Tuve que confrontarme a mí misma con esta disyuntiva, mirarme al espejo y preguntarle a mi reflejo si de verdad esa es la vida que yo quería. “Los miomas siempre regresan.” SIEMPRE. Era momento de ponerle freno a esa máquina de tumores que me tocó por útero.
Tengo cuarenta y dos años, tengo una hija de tres años que sigue mis pasos y un esposo que me adora. Al otro lado del quirófano está mi futuro, el de mi hija y el de mi esposo y no quiero perdérmelo por nada del mundo.
Si bien la despedida fue triste, la decisión fue fácil. Hace dos meses estábamos mi esposo y yo en el consultorio de mi querido doctor Peters. Si esas paredes pudieran hablar, serían capaces de contar mi historia, incluso mejor de lo que yo podría hacerlo jamás. Ahí estuvimos cuando los sangrados me arrebataban la vida, cuando tomé ESMYA por primera vez, cuando se discutieron mis opciones, cuando rendida dije que no quería volverlo a intentar. Ahí también el ultrasonido nos reveló que mi niña venía en camino y tenía que ser ahí de igual modo el lugar en donde se tomara la resolución de darle fin a este ciclo.
Un mes después tuvimos la cita en el hospital. Allí nos explicaron cómo sería el procedimiento para la extracción del útero. En mi caso la técnica recomendada sería por vía laparoscópica y el cirujano haría 4 incisiones en el abdomen; una en el ombligo, dos en el costado izquierdo y una en el costado derecho. Se insertaría un laparoscopio (un tubo delgado con una cámara pequeña) y otros instrumentos a través de estas incisiones. Seccionarían el útero parcialmente, dejando los ovarios, las trompas de Falopio y parte del cuello del útero. De alguna manera saber que no se llevaban todo me hizo sentir tranquila; algo quedaría de recuerdo. Después el médico expuso los pormenores y riesgos quirúrgicos y finalmente nos habló de la recuperación. La plática había sido familiar para mí, era la misma que había sostenido las cuatro veces anteriores. Nada parecía ser nuevo, excepto quizá la técnica. Sabía que al menos no me partirían en dos como en las veces anteriores. Salí de ahí convencida de que eso era lo correcto.
El tiempo siguió su curso hasta que sonó la alarma a las 5:15 am del miércoles 8 de agosto. Me levanté tranquila, me duché, me trencé el cabello y terminé de alistar mi maleta. Llegamos con toda anticipación al hospital. Mi esposo me acompañó hasta que una enfermera nos separó frente a la sala de preparación. Nos despedimos con calma y sin mucha emoción. Allí me pidieron que me desvistiera, que pusiera todas mis pertenencias en una caja y que me desprendiera de joyas y objetos metálicos. Después me dieron un sedante y me insertaron las canalizaciones intravenosas. Miré al reloj que colgaba de la pared, eran ya las 8:10 de la mañana. La cirugía estaba programada para las nueve en punto. No tenía miedo, ninguno. Después de todo lo vivido, a mí las cirugías me han dejado de dar ansiedad. Entonces y sólo entonces puse las manos sobre el vientre y le dije a mi útero que ese era el momento. A partir de ahí él y yo tomábamos caminos separados. Le di las gracias por haber albergado la vida de mi hija por treinta y nueve semanas y le aseguré que todo lo demás que habíamos vivido juntos quedaba ya en el olvido. Ya no le guardaba rencor, estaba todo perdonado. No había terminado mi discurso cuando entró la anestesióloga y muy amigablemente me pidió que le contara de México, me dijo que ella había ido varias veces y que el lugar que más le había gustado había sido Puebla, me pidió que si quería le hablara de los volcanes. Pues ahí, con la máscara que administraba el narcótico, me puse a traducir la historia de amor de Iztaccíhuatl y Popocatépetl. Creo que ni siquiera llegué a la parte de “Había un valle…” cuando quedé profundamente dormida y después no supe más. Abrí los ojos en la sala de recuperación. Para esa misma tarde yo ya estaba caminando.
No voy a negar que de pronto me visita la nostalgia. Ni siquiera sé por qué. Esta es una decisión inteligente, coherente, esencial. Quizá sea porque aún no dejo de pensar que pude haber hecho algo más, pero es muy probable que aún tenga la oportunidad de hacerlo, si no fue por mí y por mi útero quizá sí por alguien más. En estos meses estaré preparando una presentación y me hace mucha ilusión que mi testimonio se convierta en algo más, en algo funcional, y que las mujeres como yo encuentren en ese espacio el lugar seguro en donde vencer a todos sus miedos y la fuerza para enfrentar todos los retos que la miomatosis trae consigo. Confío y creo que ese deseo se me otorgará. Mientras eso sucede, estoy tranquila tirada en la cama, dejándome consentir, escribiendo, leyendo y viendo las películas que nunca tengo tiempo de ver.
Saber que el ciclo se ha cerrado y que no volveré a ver un sangrado en mi vida ha resultado liberador. Conforme el dolor, la hinchazón, el gas atrapado y la noción de saberme vacía comienzan a asentarse, me voy sintiendo mejor. No sé si algún día extrañe tener un útero, ni siquiera sé si realmente me percate de que hace falta, lo que sí sé es que jamás volveré a preocuparme por un mioma y eso ya es toda una revelación.
Aprovecho el espacio para agradecer a mi brillante cirujano, el Dr. Ingo Von Leffern, quien a pesar de estar siempre muy ocupado y ser director de ginecología de la clínica Albertinen, se tomó el tiempo de operarme personalmente aunque se tratase de un procedimiento tan sencillo. En sus manos mi vida ha estado más de dos veces y sin duda la pondría cien veces más. ¡Gracias, maestro!
Wow! Una nueva y diferente etapa, todo lo bonito que te espera querida Karen, admiro tu fortaleza ante tus circunstancias. Te abrazo a la distancia deseando que sigas a todo dar. Besos.
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Gracias Yesica. ¡Abrazos de regreso!
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