Soy Migrante

Opción 7

 

¿En qué momento migrar se convirtió en un acto repulsivo, degradado, profundamente despreciable y discriminado? ¿En qué momento un migrante se convirtió en un delincuente, en un criminal sin derecho a amparo, protección ni oportunidades? No lo sé. El hombre ha sido siempre migrante por naturaleza.

 

Durante todo el largo periodo que comprende la prehistoria, desde que el hombre, tal y como lo conocemos, puso pies en esta tierra fue nómada. No fue sino hasta después de la revolución agrícola, millones de años después de comenzar a poblar la tierra, que el hombre comenzó a formar comunidades sedentarias. Históricamente hablando, la humanidad ha pasado más tiempo migrando que en el sedentarismo. También es gracias al nomadismo que el planeta entero fue poblado y hoy en día es gracias a la migración que el planeta entero goza de una diversidad bellísima.

Todos, en algún momento de nuestra historia, árbol genealógico, procedencia y ascendencia, hemos sido o venimos de migrantes. La familia de mi madre estaba asentada en Michoacán, aunque mi abuela procedía de Jalisco. Cuando mi madre apenas tenía tres años, migraron a la Ciudad de México y ahí se establecieron. Los abuelos de mi padre fueron revolucionarios, que pelearon junto a Emiliano Zapata por “Tierra y Libertad”, originarios de pueblos ubicados en Guerrero y en el sur de Morelos, emigraron a fundar y poblar las tierras entregadas por sus líderes tras la revolución. Al poblado lo llamaron Tezoyuca y mi padre nació allí, cuando apenas había veinte familias, pero en su juventud migró a la Ciudad de México y fue ahí en donde conoció a mi madre y en donde construyó su futuro. Ahí también nací yo, hija de chilangos, de migrantes de provincia, y a muy corta edad tuve la certeza de que yo migraría también. Había algo en mí que no encajaba con el ritmo, con la idiosincrasia local, con la visión social de una ciudad y un país que a veces me parecía asfixiante. La paradoja es que lo amo y que no me concibo sin haber sido mexicana, defeña, cedemexiquense o como nos quieran llamar ahora. Me enorgullece mi origen y la tierra que me vio nacer, pero siempre supe que mi lugar no estaba ahí. En cuanto pude alzar el vuelo, me alejé tanto como pude, busqué mi lugar en EE. UU., Canadá y Argentina, pero no lo encontré. Aquellos países tampoco se asemejaron a la percepción que yo me había hecho del mundo perfecto. Desistí y emigré de nuevo, de regreso a casa. Volver fue difícil porque me enfrenté otra vez a los demonios de un hogar al que jamás me pude adaptar y cuando finalmente cedí, acepté y me resigné a vivir en el México de mis amores, fue justamente el amor el que me arrebató de él y me llevó, por cuarta ocasión, a migrar. Esa vez emigré hacia mi destino final, Hamburgo.

Aunque Alemania jamás estuvo en mi radar, en el momento en el que pisé su tierra, supe que yo pertenecía al frío, a la lluvia y a la bruma. Supe que mi destino era oscilar entre sus ríos poderosos e inmensos, entre el verdor de sus valles y la honestidad de su gente. Alemania sólo ha sido generosa conmigo; me regaló al amor de mi vida y a mi hija. Alemania me aceptó como soy, con mi equipaje cargado de tradiciones, aromas, lenguaje y creencias. Alemania me invitó a integrarme sin olvidar jamás de dónde vengo y quién he sido siempre yo. A Alemania le debo tanto que no sabría jamás cómo pagárselo, quizá únicamente con lealtad, trabajo, constancia, buena voluntad y rectitud. Quizá sólo así, entregándome como ciudadana para intentar engrandecerla más.

Siendo así mi historia migratoria, no me cabe en la cabeza que en otros lados, la que para mí fue una experiencia de ensueño, para otros sea la peor de las pesadillas, el peor de los horrores, la última de las consecuencias. Nunca sentí que migrar, emigrar, inmigrar fuese deshonroso. Nunca pensé que ser migrante fuese indigno ni mucho menos aborrecible. Migrar para mí fue algo natural, tan natural como la curiosidad por conocer el mundo y sus lenguas, como el afecto por otras tradiciones y costumbres, como la necesidad de buscar el lugar al que pertenezco, en el que me siento feliz, segura y tranquila. Ninguno de estos sentimientos me convierte, ni a mí ni a nadie, en una delincuente. Por eso hoy, mi familia y yo, acudimos al llamado que hizo la comunidad estadounidense en Hamburgo. Los acompañamos, a ellos que también son migrantes, que también pisan suelo extranjero, para alzar la voz frente al Consulado de los Estados Unidos de América en Hamburgo, para protestar, para exigir, para reclamar un trato justo, pero sobre todo digno, para los hombres, mujeres y niños migrantes, para que ningún niño jamás sea separado de sus padres, para que ningún ser humano jamás sea encarcelado por cometer un crimen sujeto a una ley absurda, prejuiciosa y subjetiva.

Sí, lo sé, hoy ya no somos los que éramos hace treinta millones de años. Hoy hay límites y fronteras, leyes y reglamentos. Sí, no pretendo la abolición de leyes, sino la reforma de las mismas. Sí, se necesitan leyes migratorias, quizá estrictas, pero también claras y que garanticen ante todo la protección de los derechos de los migrantes, que también son derechos humanos porque NINGUNA LEY debe estar por encima de la DIGNIDAD HUMANA.

Que no se nos olvide nunca que por nuestras venas, enredado en nuestro ADN, corren y se propagan historias de migración y de sus migrantes. Levantemos la voz, demandemos tratos humanos a nuestros gobiernos, para que ni México ni EE. UU., utilicen leyes para pisotear la dignidad humana.

#SoyMigrante

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